Hace un poco más de un par de años fuimos a la Habana, Cuba. No podíamos esperar más en conocer este enigmático enclave del Caribe. Justamente, hacia finales del 2014 Cubana de Aviación había reeditado su tradicional vuelo San José La Habana, lo que hacía muy fácil y rápido visitar la isla.
Nos fuimos un 26 de diciembre, montados en un Antonov, un avión Ucraniano que me hizo recordar las películas de la segunda guerra mundial. Poco antes Obama había manifestado su histórica intención de acercamiento, con el fin de ablandar las duras relaciones comerciales y diplomáticas aplicadas sobre la isla. Había otras expectativas que hoy parecen esfumarse. Pero mi entrada no es política.
Lo primero que me llamó poderosamente la atención fue la sencillez del interior del avión, la vajilla, la presentación de la comida que, aunque deliciosas, parecía haber sido empaquetada por tu mamá, la ropa de la tripulación, en buen estado pero con evidente tiempo de uso. Todo viejo, pero funcionando. Nada de tecnología disponible.
Al llegar al aeropuerto y tener las primeras vistas de la ciudad camino al hotel, fue increíble para mi entender que con solo volar 3 horas, sin salir de la región, me hubiera transportado a otro tiempo de la historia de la humanidad. La Habana se quedó donde comenzó su régimen revolucionario: hermosa, vieja, neoclásica, romántica, desactualizada, como sacada de algún pasaje de tanta buena literatura a la que dio inspiración. Y mi viaje recién comenzaba.
4 dias sin internet
Nuestras vidas, nos guste o no, estemos allí más o menos tiempo, tienen una dimensión digital, pues la transformación digital del mundo nos va alcanzando inexorablemente a todos. Pero en la Habana, por esos días (supongo que hoy no será muy diferente), era muy difícil conectarse a Internet, y lo que es a todas luces un gran retraso para la economía, la cultura y la sociedad de la isla, fue para mí el ingrediente que hizo posible uno de los viajes más intensos de mi vida. Pueden seguir el perfil de Yoani Sánchez para tener una dimensión más completa de lo que les cuento con respecto a Internet y la libertad de expresión.
Cuando entendí que conectarme a Internet me llevaría mucho tiempo en cada parada, o incluso sería infructuoso intentar tener conexión en la mayoría de los sitios que visitábamos, apagué mi teléfono. Entonces me sumergí en lo más profundo de la Habana, en los libros de los puesto callejeros, en sus bares bohemios, tomando cuantas fotografías quisiera con mi cámara sin tener que publicarlas al instante, concentrándome en cada detalle, en cada sensación que experimentaba.
Después de muchos años de tenerlo como el apéndice electrónico de mi mano, olvidé mi teléfono en la valija. Para llamar a mi familia utilicé el teléfono fijo del hotel, les dije que todo iba bien pero que no habría actualizaciones por Whatsapp, ni mojitos por Instagram, ni los idílicos atardeceres del Malecón por Facebook. Sin embargo, cada vez que tomaba una de esas fotografías sentía la pulsión irrefrenable de compartirla, pero igual a las ganas de fumar del ex fumador reciente, en un par de segundo se me pasaba, y todo seguía normal.
Tiempo después hice un retiro de Yoga en Montaña Azul y apliqué la misma metodológica, aquí ya con un plan consistente y la guía especializada de Nango Murray. Ya podía entender el beneficio de la desconexión, entender que una conexión útil no necesita ser permanente.
Estamos inmerso en un mundo que nos está dividiendo el tiempo entre el momento vivido y la necesidad de compartir el momento, entre el adentro y el afuera de la pantalla, cada vez más integrados por cierto. Poder hacerlo tiene sus ventajas (económicas, sociales, culturales, familiares), pero pensar en el modo de hacerlo creo que nos puede ayudar a hacerlo mucho mejor. Eso aprendí yo en La Habana.